La ciudad perdida de la Amazonía, hallada 2.500 años después


Rostain y Dorison. Imagen LIDAR de la ciudad milenaria

ROSA M. TRISTÁN

Que la Amazonía fue colonizada por el ser humano hace miles de años, no es nada nuevo. Pero que hubiera en algunas zonas hoy cubiertas de masa forestal un entramado de asentamientos humanos, con rectos caminos que los unían, da idea de una civilización, previa a la llegada de los hispanos, que no sólo existía en Centroamérica sino que había sido capaz de desarrollarse en un extenso territorio de esa selva tropical mucho mayor que lo que se pensaba. Así se ha descubierto en Ecuador, en concreto en el valle del río Upano, al sur del país, ya en zona de la alta Amazonía, donde desde hace más de 20 años un grupo de investigadores de varios países han estado trabajando en desentrañar los misterios de las estructuras que parecían adivinarse bajo el bosque de arrayanes.

Los resultados de ese intenso trabajo nos descubren que hace 2.500 años, unos dos milenios antes de que la llegada de los españoles a América, en esa zona en torno al Upano habitaban poblaciones agrarias no muy distintas de las mayas que hubo más al norte, en Guatemala o México. Bajo la dirección del arqueólogo francés Stéphen Rostain, que ha dedicado media vida a la Amazonía para desmontar los mitos sobre un pasado de poblamientos dispersos y sin organización alguna, el trabajo publicado en Science revela más de 6.000 plataformas de tierra rectangulares que solo pueden haber sido hechas por humanos, pero también estructuras que son plazas conectadas con senderos y caminos, las zonas agrícolas en las que tendrían sus cultivos y canales y drenajes en ríos cuyas aguas utilizarían. No se sabe si fueron decenas de miles o unos miles, pero nada que ver con la imagen de selva virgen que se imaginaba.

Bajo la cobertura forestal, gracias a la tecnología láser del sistema LIDAR (un dispositivo que permite determinar la distancia desde un emisor láser a un objeto o superficie), científicos franceses y ecuatorianos, pudieron mapear más de 600 kilómetros cuadrados y solo en 300 kms2 encontraron que hubo 15 lugares de asentamiento diferentes, conectados entre sí por una compleja red de vías, además de calles interiores. Fueron ocupados entre el año 500 a.C. y el siglo VI de nuestra era. En todo ese tiempo, Rostain y su equipo señalan que hubo dos culturas distintas, la Kilamope y la Upano, siendo los de esta última la más grande jamás encontrados en la región. “Tal descubrimiento es otro claro ejemplo de la subestimación del doble patrimonio de la Amazonia: está el ambiental pero también cultural y, por lo tanto, indígena”, señala Rostain.  “Creemos que es crucial revisar a fondo nuestras ideas preconcebidas sobre el mundo amazónico y, al hacerlo, reinterpretar los contextos y conceptos a la luz de una ciencia más inclusiva y participativa”, añaden, en un claro mensaje sobre la imperiosa necesidad de proteger un territorio, compartido entre ocho países, que no sólo contiene una riqueza en biodiversidad sin también un pasado en el que durante un milenio pueblos amerindios habitaron allí sin dejar prácticamente huella ambiental de su paso.

En realidad, recuerdan, ya el explorador extremeño Francisco de Orellana dijo que a las orillas del Amazonas, no lejos de los Andes, había visto grandes ciudades en su primer viaje, pero entonces se le tachó de fabulador y la cuestión no se consideró hasta que en la década de 1980 empezaron a encontrarse estructuras en Bolivia o Venezuela que tenían poco que ver con la lógica de la naturaleza. En Ecuador, el primer asentamiento que se localizó en la zona investigada fue Sangay, a finales de los años 70, pero no sería hasta 1990 que se organizó un proyecto de investigación de entidad.

Hoy, los arqueólogos nos muestran mapas y gráficos donde se observan plataformas situadas en terrazas a alturas de entre 70 y 100 metros del río, además de lugares de residencia, con agujeros para poner postes, escondites, fosas, hogares, tinajas grandes ozonas de molienda de grano y semillas quemadas. Para su construcción, cortaban la pendiente natural y hacían una base sobre la que levantaban la plataforma. Cuando las dos culturas que hubo -la kilamope y la upano- desaparecieron, otras posteriores ocuparon esos lugares, al menos hasta el siglo XIII. Eran pueblos agrícolas, sedentarios y que encontraron en su suelo volcánico un lugar fértil (aún tienen tres cosechas al año) donde establecerse. Se sabe que cultivaban maíz, fríjol, mandioca, batatas… Incluso hay rastro de que producían algo parecido a la cerveza. También tenían una cerámica propia, que también se ha encontrado más al norte, cerca de la ciudad ecuatoriana de Cuenca, lo que indica que había comercio entre las zonas.

Fue en 2015 cuando se hizo el estudio con láser desde el alto Upano al río Pastaza, con 300 kms2 analizados con una resolución de un metro. En años anteriores, ya habían recabado información sobre los asentamientos, así que se centraron en lo que había entre ellos, descubriendo una sorprendente red de carreteras entre ellos. También descubrieron las más de 6.000 plataformas de 20 por 10 metros, casi todas residenciales, en grupos de tres a seis unidades en torno a plazas en cuyo centro hay otra más grande, que podría ser en unos casos para vivirt y en otros dedicada a eventos rituales. En la zona de Sangay hay más de 125 plataformas por km2, situadas en lo alto de un acantilado desde el que se domina el valle. Es la zona de más densidad. Pero hay asentamientos más pequeños como los llamados Junguna y Kunguints (también para vivir) o Kilamope y Copueno (destinados a grandes actos cívico-ceremoniales). Todos tienen zanjas, caminos obstruidos o construcciones que indican que sufrían amenazas externas, quizás guerras, y se protegían. Muchas están en colinas cuyas cumbres fueron  aplanadas por aquellos pueblos para asentarse.

Respecto a los caminos,  rectilíneos pese a las dificultades del terreno, eran excavados con una anchura de entre dos y cinco metros de espacio transitable. Uno de ellos tiene   25 kilómetros de longitud, aunque podrían ser más. También se encontró una red de canales de drenaje del agua que se acumulaba en las tierras, que a menudo se confunden con los caminos. Es una técnica que aún utilizan los karinya del Orinoco para el cultivo y está relacionada con el cultivo en suelos aterrazados en los barrancos, lo que aún es tan habitual en esta zona del continente americano.

Todo ello indica que aquel valle del norte amazónico estaba densamente poblado al inicio de nuestra era, cuando se desarrolló un “urbanismo verde” en el que había un estrecho vínculo entre las zonas residenciales y agrícolas, facilitando así su suministro de alimentos. Pero también había intercambio comercial entre lugares que debieron ser contemporáneos gracias a sus carreteras, además de un entramado de canales en torno a esas vías que apuntan a la existencia de zonas de cultivo. En definitiva, una Amazonía en la que no todo era un bosque primario y sin intervención humana.

Los investigadores no creen que hubiera detrás un poder autoritario como encargado de organizar la mano de obra de forma más o menos coercitiva. Más bien apuntan que las relaciones de filiación entre los grupos y la solidaridad reforzada por intercambios ceremoniales pudieron ser suficientes para asegurar la cohesión y la coordinación precisa para lograr una organización estructurada. Destacan también que los yacimientos del valle ecuatoriano de Upano son muy diferentes a otros de la Amazonia, todos más recientes, mucho menos densos y, hasta que se demuestre lo contrario, sin una red de comunicación tan vasta. De momento, no hay pistas de la influencia de estas culturas en zonas andinas, aunque señalan que no hay razones para pensar que fuera un desarrollo endógeno. Tampoco se ha encontrado nada parecido aún en zonas como el Alto Xingú, en Brasil, pero Rostain y sus colegas están convencidos de que la Amazonía, bajo esa masa forestal, oculta más sorpresas como la de este valle, en tamaño como el Yucatán de México, que pudo estar tan poblado o más que como hoy. Y puestos a hacer comparaciones, indican que fue similar en extensión a la cultura de Teotihuacán en México o de la meseta egipcia de Giza.  

Artículo completo en Science.

¿Una sabana en la Amazonía? El futuro que viene, nos alerta la ciencia


Vista de los yacimientos de la Garganta de Olduvai, por la mañaña.|ROSA M. TRISTÁN
Vista de la sabana en la Garganta de Olduvai.|ROSA M. TRISTÁN

ROSA M. TRISTÁN

Científicos, activistas y pueblos indígenas llevan ya tanto tiempo alzando la voz de alarma sobre la Amazonía que pareciera que nos hemos acostumbrado y que pensáramos que la vida nuestra, la cotidiana, seguiría igual si no estuviera, que no pasa nada porque podremos ‘reconstruirla’ como una catedral francesa.


Pero no, esa selva amazónica que aún era un misterio cuando nací y que estudié en el colegio como “el pulmón de la Tierra” –ahora sabemos que también lo son los océanos-, está llegando a un punto de inflexión en el camino a su desaparición, es decir, al borde de un precipicio en el que será inevitable que sus frondosidades se conviertan en sabana hasta en un 40% de su extensión y que la fauna que la habita desaparezca. ¿Y quién lo dice? Pues lo concluye así un grupo de investigadores que han comprobado empíricamente sobre el terreno cómo en tan sólo 20 años la Amazonía ha perdido su resiliencia en más del 75% de su territorio, es decir, su capacidad de poder superar el trauma que supone el cambio climático, unido a una deforestación galopante.


Los autores -Chris A. Boulton y Timothy Lenton, de la Universidad de Exeter, y Niklas Boers, del Centro de Investigación del Clima de Postdam- se ha servido de datos captados por los satélites, que es el modo más eficaz hoy en día de controlar un área tan extensa como es ésta del continente americano. Y no olvidemos que es un lugar que sigue siendo fundamental para regular el clima y es fundamental porque es cuna de una biodiversidad única en la Tierra y un gran almacén de CO2.


Lo que hicieron fue analizar imágenes enviadas desde 1991 hasta casi nuestros días y luego las compararon con los datos climáticos y llegaron a la conclusión de que ese punto crítico está cerca y que esa pérdida de capacidad de recuperación es especialmente grave cuanto más próxima es una zona a la actividad humana, casi siempre ganadera, y también en las que reciben menos lluvias. El problema es que, además, no es una pérdida visible, como lo son con las talas masivas, que también las hay, sino que en buena parte de la cuenca amazónica los árboles y la vegetación de hojas más grandes –depósitos de un carbono que no desaparece, sólo se transforma en gas-, están perdiendo masa. De hecho, durante dos importantes sequías en 2005 y 2010, recuerdan que esta selva ya se convirtió temporalmente en una fuente de carbono porque los árboles comenzaron a morirse.


La cuestión, señalan, es que con el cambio climático hay fenómenos que se esán retroalimentando, como los incendios: al producirse amplían los efectos de la sequía dando lugar a gigantescos megacincendios. A su vez, la deforestación que ocasionan reduce la humedad, así que hay menos lluvias y eso acaba debilitando más a los árboles. “La Amazonía puede mostrar una potente muerte regresiva a fines del siglo XXI”, alertan. Vamos, que en 100 años nos habremos cargado un mundo que lleva 20 millones de años vivo, desde el surgimiento de los Andes.


Hay que tener en cuenta que cualquier sistema poco estable es más lento a la hora de responder a perturbaciones, como pueden ser variaciones del clima en el caso de un ecosistema. Pero ¿cómo hacerlo en tamaña una inmensidad de 6,7 millones de kilómetros cuadrados? En este caso, utilizaron instrumentos que miden cambios en la biomasa de la vegetación y su verdor (es decir, actividad fotosintética) y encontraron las relaciones con dos “factores estresantes” de la Amazonía que están cambiando su resiliencia: la disminución de las precipitaciones y la influencia humana.


En concreto, dividieron las selva en cuadrículas y se fijaron en las zonas de hoja perenne y ancha, comprobando así que ha habido una disminución general de la llamada Profundidad Óptica Vegetal (VOD) entre 2001–2016. En ese periodo, observaron que la vegetación perenne ha cambiado mucho en el sureste de la cuenca amazónica y en algunas zonas del norte y que los bosques de planicies aluviales cerca de los ríos, que cubren el 14% del territorio amazónico, son mucho menos resilientes a modificaciones que los bosques no inundables.

Mapa de incendios en la Amazonía en 2019. @INPE


Entre unas zonas y otras, resulta que un 76,2 % de la selva amazónica muestra desde principios de la década de 2000 poca capacidad de superar las nuevas condiciones, y la cosa se agrava en los lugares donde las lluvias están por debajo de 3500–4000 mm o cerca de asentamientos humanos. Y la mala noticia añadida es que en grandes partes del área estudiada cada vez lluvia menos debido al cambio climático, que aumenta la temperatura en el Atlántico tropical norte, causando sequías como las de 2005 y 2010 y que intensifica impactos de El Niño, con la sequía que hubo en 2015-16 .


Respecto al impacto humano, la expansión del uso de la tierra se ha acelerado desde 2010, generando perturbaciones como la eliminación directa de árboles, la construcción de caminos o los incendios. Hay que alejarse entre 200 y 250 kilómetros de esas actividades humanas para ver una selva resistente y fuerte. Además, el cambio o sustitución de unas especies vegetales por otras más resistentes a la sequía es mucho más lento que el de las precipitaciones escasas.


Dado que el riesgo de tener una sabana donde había selva es mucho mayor en áreas más cercanas al uso humano, los científicos señalan que es imprescindible desde ya reducir la deforestación, que no solo protegerá las partes del bosque que están directamente amenazadas, sino que también beneficiará a la resiliencia de toda la selva amazónica.
Artículo completo: https://www.nature.com/articles/s41558-022-01287-8


Por cierto que esta misma semana en Nature Communications se publica otro estudio sobre incendios en zonas naturales con previsiones poco halagüeñas. Aducen los firmantes que el calentamiento global alterará el potencial de incendios forestales y la gravedad de la temporada de incendios, especialmente en algunas zonas, entre las que, por cierto el área del Mediterráneo sale muy mal parada. Según sus modelos, lo incendios aumentaran un 29% de media, sobre todo en zonas boreales (un 111% más) y templadas (un 25%), donde serán más frecuentes y durante una temporada anual más larga, según los modelos climáticos.


Pero volviendo a la Amazonía, en este caso concluyen que su zona oriental pasará a tener muchos más incendios que hoy porque aumentará la superficie propensa al fuego por la falta de precipitaciones. Por ello, recomiendan cesar prácticas agrícolas y pastoriles como la tala de vegetación por el fuego. Creen que sólo reduciendo estos fuegos provocados, se podrá reducir el área quemada global, dada las grandes extensiones que acaban afectando.

Las finanzas ‘anti-ambientales’ de China por el mundo


Un estudio en ‘Nature’ revela gran parte de los créditos de bancos chinos, por valor de casi 500.000 millones de dólares, se destina a obras de ‘desarrollo’ que dañan la biodiversidad y las tierras indígenas

ROSA M. TRISTÁN

Raro es visitar hoy un país del hemisferio sur, especialmente de América Latina o África, donde China no tenga presencia. Si en el pasado fueron Europa y luego los Estados Unidos quienes pusieron el mundo del sur a su servicio, permitiendo así el desarrollo económico del que aún gozan, ahora el gigante de Asia se ha convertido en uno de los mayores prestamistas de mundo de carreteras, ferrocarriles, centrales eléctricas o grandes presas allá donde le llaman.

Un estudio publicado en la revista científica Nature ha examinado cómo estos proyectos tienen lugar en zonas de alto riesgo para la biodiversidad y las tierras de los pueblos indígenas, sin que los impactos ambientales y los derechos vulnerados sean tenidos en cuenta. En definitiva, el ‘modus operandi’ sigue siendo el mismo desde el siglo XIX para las ‘nuevas’ potencias económicas.

El trabajo, dirigido por Kevin Gallagher, de la Universidad de Boston, se centra en los proyectos de desarrollo financiados por China entre 2008 y 2019 fuera de sus fronteras. En total, han rastreado 859 préstamos internacionales en 93 países otorgados por los dos principales bancos chinos, el CDB y CHEXIM, por valor de 462.000 millones de dólares. En 594 de estos préstamos se han cartografiado las zonas donde tienen lugar (marcados con puntos, líneas o polígonos en el mapa que acompaña esta noticia).


Pues bien, en esa década, el 63% de los proyectos financiados por China están en hábitats críticos, protegidos o de tierras indígenas, con hasta un 24% de las aves, mamíferos, reptiles y anfibios amenazados del mundo potencialmente afectados. Son proyectos que se concentran, principalmente, en África Central, el sudeste asiático y partes de América del Sur, especialmente la cuenca amazónica. Apuntan los científicos que “en general, estos proyectos de desarrollo de China plantean mayores riesgos que los del Banco Mundial, particularmente los del sector energético”, aunque éste tampoco se libra de las críticas. “Estos resultados proporcionan una perspectiva global de los riesgos socioecológicos que existen y pueden servir para orientar estrategias para ecologizar la financiación del desarrollo de China en todo el mundo”, proponen Gallagher y sus colegas. El hecho de que China ya cuente con instrumentos aprobados que, supuestamente, defienden el desarrollo sostenible, no da alas al optimismo de que vayan a hacerlo.


Los territorios indígenas, a tenor de estos resultados, están siendo especialmente afectados. Ocupan el 28% del planeta, el 40% de las áreas protegidas terrestres y el 37% de los bosques intactos, pero a falta de ser reconocidos sus derechos de forma eficaz (en realidad, el convenio 169 de la OIT habla de esos derechos), los proyectos de desarrollo se implantan sin su consentimiento generando no sólo conflictos sociales, económicos y políticos, como señala la investigación, sino persecución y muerte de sus líderes.


En Nature demuestran que los bancos de China están atrayendo a los proyectos de más riesgo, evidentemente porque tienen menos reparos éticos que otros, y les recomiendan tomar medidas que eviten estos impactos, como sería proporcionar asistencia técnica a los países anfitriones que no pueden evaluar y monitorear los riesgos ambientales y sociales de los proyectos. Es más, señalan que aunque pudieran tenerse en cuenta algunas medidas de mitigación o algún beneficio a las comunidades, hay que tener en cuenta consecuencias menos visibles y muy graves en áreas con riesgos excepcionales. Incluso denuncian que aumentan a tal ritmo estos proyectos de desarrollo que los daños a la biodiversidad o los conflictos sólo se documentan después de realizados. De hecho, ni siquiera los bancos tienen personal para ello. El CHEXIM’s, con más activos que el Banco Mundial, sólo cuenta con 3.000 empleados, menos de la quinta parte que el BM.

Pero además de más personal, proponen otras soluciones, como contar con los conservacionistas a la hora de identificar proyectos y, si ya están en marcha, monitorizar y mitigar los impactos, como es el caso de una carretera que pueda expandir la frontera agrícola en zona boscosas. También apuntan que debieran utilizarse herramientas como el mapa global de riesgos que ha elaborado este grupo de científicos, si bien reconocen que es precisa una evaluación in situ para comprobar los riesgos no visibles, y considerar factores como qué se construye, cómo se gestiona o que medios de vida o prácticas culturales hay en la zona.

No deja de ser llamativo que el 38% de los proyectos financiados por China estén a menos de un kilómetro de hábitats críticos, protegidos o indígenas (70.000 km2 ) y si ampliamos el círculo a 25 kms, son 1.710. 000 km2. De todo ello, las tierras indígenas son el área más grande en riesgo (el 20%) mientras que las protegidas son el 6%. Al margen del impacto humano, habría 1.114 especies de las 7.000 amenazadas en el planeta que están en estas zonas de potenciales impactos.


Por continentes, señalan que las zonas más amenazadas (un 4,6% de la superficie terrestre) se concentran en el sudeste asiático, la cuenca del Amazonas y la zona al sur del Sáhara. Incluso en países donde, en general, el riesgo para los pueblos indígenas sería bajo, como Mali, Nigeria, Chad , Irán, Egipto o Namibia, los prestamos chinos están justamente en zonas de alto riesgo. Y lo mismo ocurre con áreas de gran biodiversidad en Benin o Bolivia.

La comparativa con el Banco Mundial en esta década, indican que en lo que se refiere a los indígenas, ambos mecanismos financieros les ponen igualmente en riesgo, salvo si son proyectos energéticos, donde China parece que es más dañina.

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Indígenas: cuidadores de la Amazonía desde hace 5.000 años


Una investigación revela que en el pasado los amazónicos sólo modificaron de forma intensa las zonas fértiles cercanas a los ríos para asentarse

PNAS

Rosa M. Tristán

Son muchos los estudios científicos que nos dicen que los pueblos indígenas son excelentes guardianes de la biodiversidad cuando mantienen su forma de vida tradicional, especialmente en lugares como la Amazonía, donde hay aún grandes espacios sin ‘reconvertir’ en pastos para vacas. Ahora, se ha dado a conocer que esta capacidad de preservar el entorno –eso si, siempre que estos pueblos no sean ‘colonizados’ y atraídos por otros modos de vida – perdura desde hace milenios, al menos 5.000 años en el caso de esa zona del mundo que sigue siendo un lugar privilegiado pese a las amenazas que se ciernen sobre la inmensa selva sudamericana.

Un trabajo liderado por científicos del Instituto Smithsonian de EEUU ha encontrado evidencias de cómo los pueblos amazónicos prehistóricos no alteraron de forma significativa grandes partes de los ecosistemas forestales en la Amazonía occidental, preservándolos de forma efectiva sin cambios en su composición, unas conclusiones que desmiente estudios previos que apuntaban a que en el pasado estos pueblos fueron moldeando la rica biodiversidad actual o que fue reforestada tras un periodo de cambio climático.  

Los autores señalan que sus nuevos datos pueden ser claves para la conservación de los ecosistemas amazónicos, siempre, claro está, que poderes económicos y políticos lo permitan, algo que en Ecuador, Perú, Bolivia, Brasil, Colombia o Venezuela no está nada claro. Es más, no hay más que mirar a la web brasileña de Amazonía Sofocada para comprobar que mientras está leyendo esta noticia hay cientos de incendios en gran parte de esa cuenca y se sabe que prácticamente todos son premeditados.

Volviendo a la zona más inalterada, la distribución de las especies de flora había hecho pensar a algunos científicos que la selva había sido “modelada” de forma intensa por los indígenas precolombinos en función de sus intereses; otros mencionaban como origen de su estado actual el impacto de la llamada Pequeña Edad de Hielo o incluso el hecho de que muchos de los amazónicos murieran tras la llegada de los colonizadores europeos. Veían ahí la explicación a unas supuestas transformaciones. Pero se equivocaban en la premisa, según los resultados publicados estos días en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS), donde se sugiere que durante al menos los últimos 5.000 años todas las áreas alejadas de las tierras junto a los ríos se quedaron intactas, sin ser prácticamente deforestadas con fuego, el mismo método que ahora las destruye, y sin ser cultivadas intensivamente.

Como explica en un comunicado del Smithsonian la autora principal, Dolores Piperno, “los asentamientos humanos complejos y permanentes en la Amazonia no tuvieron influencia sobre el paisaje en algunas regiones”. “Nuestro estudio añade evidencias de que la mayor parte del impacto ambiental de la población indígena en el medio forestal se concentró en los suelos ricos en nutrientes cercanos a ríos y que su uso de la selva tropical circundante era sostenible, sin causar pérdidas de especies detectables o perturbaciones durante milenios”.

Para explorar la escala de la posible, o no, modificación indígena de la Amazonía, Piperno y sus colegas recogieron 10 núcleos de suelo (perforaciones de aproximadamente un metro de profundidad) en tres lugares remotos de las cuencas hidrográficas del Putumayo-Algodón, al noroeste de Perú. Querían analizar los fitolitos (microfósiles de plantas mineralizadas) y el carbón vegetal u hollín que se ha acumulado a lo largo del tiempo bajo los bosques más antiguos (los alejados de riberas y que no eran inundables). Esos ‘núcleos de tierra’ les permitieron profundizar en un pasado que se remonta unos 5.000 años, según dataron con carbono 14.

Comprobaron, tras comparar los registros de las muestras halladas con un inventario de árboles, que no había nada que indicara que hubo talas ni un uso agrícola anual que hubiera dejado raíces o semillas. Ni siquiera detectaron un aumento importante de especies de palmeras que eran aprovechables y que hoy son muy dominantes en la flora moderna, es decir, que hace cinco milenios nadie las cultivó. Y lo mismo pasa con otros árboles: a lo largo del tiempo encontraban la misma estructura forestal, estable y diversa.

“Nuestros datos respaldan algunas investigaciones anteriores que indican que áreas considerables de algunos bosques de tierra firme amazónicos no fueron impactadas significativamente por las actividades humanas durante la era prehistórica. Más bien parece que durante los últimos 5.000 años, las poblaciones indígenas de esta región coexistieron y ayudaron a mantener grandes extensiones de bosque relativamente sin modificar, como continúan haciéndolo hoy”, apuntan los autores.

Los tres lugares estudiados están ubicados a un kilómetro de los cursos de los ríos y las llanuras aluviales. Son bosques interfluviales que en realidad suponen más del 90% de la superficie del Amazonas y, por lo tanto, cruciales para comprenden la influencia de los asentamientos humanos que los arqueólogos encuentran cerca de los ríos, como, por otro lado, es natural en todas las civilizaciones. En un lugar donde llueve en grandes cantidades, el fuego ha sido casi siempre de origen humano y, de haberse usado para limpiar grandes áreas, para usos como la agricultura y los asentamientos, habría dejado su huella.

Los investigadores también realizaron estudios de los bosques modernos que se encuentran en el entorno de cada muestra extraída, un inventario extraordinario de 550 especies de árboles y 1.300 de otras especies de flora, que dan idea de la biodiversidad amazónica. «Pero no encontramos evidencias de plantas de cultivo o agricultura; no hay evidencia de tala de bosques ni de incendios; no hay prueba alguna del establecimiento de jardines forestales. Es similar a lo que se encuentra en otras regiones amazónicas «, señala Piperno.

A tenor de estos datos, podemos decir que todavía hoy existen regiones en la selva muy parecidas a las que había hace esos 5.000 años, incluso que permanecen totalmente inalteradas. «Esto significa que los ecólogos, científicos del suelo y climatólogos que buscan comprender la dinámica ecológica y la capacidad de almacenamiento de carbono de esta región pueden estar seguros de que están estudiando bosques que no han sido muy modificados por los humanos sustancialmente», afirma la investigadora.

Pero también alerta de que, por otro lado “no debemos asumir que los bosques alguna vez fueron resilientes frente a perturbaciones importantes», es decir, que más vale conservarlos con las políticas adecuadas porque su respuesta ante la destrucción y su capacidad de recuperación es desconocida.

La explicación que encuentran para que los precolombinos no usaran ese suelo alejado de ríos es que tiene pocos nutrientes, por lo que es poco agradecido para los cultivos, algo que ahora se solventa con la utilización de fertilizantes en el caso agrícola y robando nuevos espacios al bosque en el caso ganadero. Por desgracia, a ello se suman otras graves amenazas en la región del Putumayo, como es la minería ilegal, que está en aumento en Perú.

Para Piperno es importante hacer más trabajos en otras regiones alejadas de ríos y llanuras aluviales de la Amazonía aún no estudiadas para obtener una visión más amplia de lo sucedido en tiempos remotos. “En todo caso, no se trata de que los indígenas no utilizaran de ninguna forma el bosque, sino de que lo usaron de forma sostenible y no modificaron mucho su composición de especies», comenta. «Es un lugar donde los humanos parecen haber sido una fuerza positiva en este paisaje y su biodiversidad durante miles de años».

Desde luego, algo que no podemos decir de muchos otros sitios…

La Tierra está ya malherida en la «década esencial»


ROSA M. TRISTÁN

John Kerry decía el pasado día 20 de abril en el evento de la organización Ocean Conservancy titulado  “How Ocean-Based Solutions Contribute to Net Zero” que “no podemos esperar” al 2050 para cumplir los compromisos del Acuerdo de Paris para lograr las cero emisiones y que “esta década es la esencial”. Es el mismo discurso dos días después ha trasladado Joe Biden en la Cumbre del Clima.  Ambos destacaban que en tan sólo 12 meses se multiplican los datos que nos dicen que el cambio climático se acelera en la Tierra, que ya estamos en 1,2ºC más que antes de la Revolución Industrial y, que por tanto, apenas nos faltan 0,3ºC para llegar a ese límite de grado y medio que nos hemos marcado como tope, mientras las emisiones contaminantes siguen creciendo.

Da igual donde mires, sea el Polo Norte, el Sur, los bosques tropicales o los océanos, basta echar un vistazo a las revistas científicas para comprobar que los investigadores de todo el mundo no dan abasto a diagnosticar los males y sus análisis, basados en datos recogidos meses antes,  se quedan viejos incluso antes de ser publicados. Pero son esos trabajos los que guían, o debieran guiar, la toma de decisiones políticas que siempre llegan tarde. Evidentemente, aún peor sería si no se tomaran…  pero ¿basta ello para enfrentarse al reto?

En esta cumbres sobre los océanos, preludio de la del Clima, Kerry, enviado especial de Biden para el cambio climático, recordaba que “estamos cambiando la química de los océanos” que llevaba millones de años estable, sin saber las consecuencias a lo que ello nos lleva y que el deshielo en el Ártico –este año de nuevo de récord- puede cambiar la corriente del Golfo, afectando al clima planetario.

Aprovechó la ocasión para anunciar algunas de las medidas relacionadas con los mares que su país pondrá en marcha, dentro de un presupuesto que cifró en 100.000 millones de dólares para la transición energética. Habló de la descarbonización del transporte de carga internacional –que ya hemos visto parte de su volumen en el accidente del Canal de Suez-; de la apuesta de EEUU por la energía eólica en alta mar, con la que quieren alcanzar los 30 Gw para 2030, el equivalente al consumo de 10 millones de hogares; y mencionó la necesaria protección como reservas del 30% de los mares del mundo, entre los que mencionó el de la Antártida; así como el apoyo que brindarán a islas, como Fiji o las Marshall, donde la subida del nivel del mar amenaza su existencia.

También intervino en este foro, virtual y algo nocturno, la secretaria de la Energía de EEUU, Jennifer Grandholm, quien destacó, como Kerry, la importancia de la llamada “energía azul” que se produce gracias a los océanos, si bien reconocía que como seguimos emitiendo gases contaminantes, hay que construir también “resiliencia para millones de ciudadanos que se enfrentan ya a desastres naturales” mencionando el de las islas del Pacífico, porque resulta que los huracanes en Filipinas, Honduras o Guatemala parecen no contar cuando se tocan estos asuntos.

Por su parte, el ministro noruego Sveinung Rotevatn, mencionó la granja eólica del Mar del Norte, la mayor del mundo, y su interés en contar con barcos cero emisiones para el transporte y la pesca en aras de lograr ese 50% de recorte de emisiones en 2030; mientras el japonés Hideaki Saito, ministro de Energía, asegutaba que su barco cero emisiones estará disponible en 2028 y “será una gran contribución a la descarbonización del transporte”.

Frente a esta apuesta clara por las renovables, el ministro británico Lord Golsmith, anfitrión en la COP26 de Glasgow (noviembre) alertó de la brutal pérdida de biodiversidad global, que augura ya la desaparición del 25% de los unos corales que son semilleros de vida. “Debemos reducir a la mitad las emisiones de CO2 en esta década y también el Reino Unido apuesta por energía eólica en el mar pero no basta: hay que restaurar la naturaleza”, alertaba. Y como ejemplo, curiosamente, puso el caso de la Isla de Tabarca, en Alicante, donde recordó que ha aumentado la cantidad de peces en un 85% desde que está protegida. “Hay que proteger el 30% de la tierra y los océanos del mundo porque al recuperar la naturaleza solucionaremos otros problemas, aunque de momento el potencial reparador que tiene sólo atrae al 3% de la financiación climática”, dijo. “En Reino Unido vamos a destinar 3.000 millones de libras a soluciones basadas en esa naturaleza y otros países deberían hacer lo mismo”, añadía el representante británico.

Porque todo tiene su cara y su cruz y el equilibrio, que es la clave, requiere un cambio global que va más allá de cambiar un negocio por otro: petróleo por electricidad, y de proteger unos pequeños espacios de biodiversidad como si fueran, que lo son, tesoros, dejando manga ancha para acabar con el resto, sin molestar a quienes quieren seguir viviendo, y ganando, como antes de que fuéramos conscientes de los límites planetarios.

Precisamente el Día de la Tierra, más de 200 organizaciones de todo el mundo, entre ellas Survival, denunciaban el Día de la Tierra que ese 30% de áreas protegidas expulsará a millones de indígenas de sus territorios. Y el tema es que hay que hacerlo, si, pero contando con estos pueblos y, sobre todo, vetando los negocios que se lucran con la destrucción, tras sus componendas con los gobiernos de turno, o aprovechándose de la miseria. ¿Qué compromiso mundial hay que lo impida, cuando es imposible aprobar leyes que penalicen a esas empresas, protegidas bajo el sacrosanto paraguas de la libertad de comercio?

Por ello en este Día de la Tierra me ha chirriado que se hable de cambio energético, fundamental ciertamente, y tan poco de transformaciones profundas a nivel económico. Basta un click en el móvil para ver en Google Timelapse la barbaridad de lo ocurrido en sólo 37 años. El mundo que estudiaba cuando iba al colegio nada tiene que ver con lo es hoy.

Es más, los que acabo de conocer pueden no seguir ahí en otros 37 años. Lo digo en relación con mi penúltimo gran viaje, al corazón de África. Una investigación acaba de confirmar que esos bosques primigenios que apenas hace dos años recorrí están gravemente amenazados por el cambio climático y la actividad humana, pese a que acumulan más carbono que la misma Amazonía. Al parecer, sus árboles son más grandes porque están favorecidos por la presencia de grandes herbívoros como los elefantes. El francés Maxime Réjoy Méchain y sus colegas han analizado datos de seis millones de árboles de más de 180.000 parcelas de campo repartidas en Camerún, Gabón, República Centroafricana, República del Congo y RD del Congo y 108 explotaciones madereras. Encontraron que en esa zona, que yo veía uniforme desde la avioneta en la que los sobrevolaba -salvo los claros de esas madereras-, hay hasta 10 tipos de bosques diferentes y están tan adaptados a su clima que los cambios y las presiones humana pueden afectar su potencial como “mitigadores de carbono en la atmósfera”. A más calentamiento, además, un ambiente más seco y más riesgo de incendios gigantescos como los que vemos ya en la Amazonía, California o Australia.

Los investigadores se temen que, dado que sólo un 15% de la masa forestal del continente africano está protegida, para 2085, esas selvas puedan desaparecer de grandes zonas, especialmente en las costas de Gabón y en RD del Congo, donde la presión es mayor. “Protegiendo a este tipo del bosque que hay allí y que ofrece una forma rápida de generar un sumidero de carbono que funcionará durante mucho tiempo”, aseguran . Confían en que trabajos como éste ayuden a saber dónde hay que proteger, como garantía para salvaguardar ecosistemas y la seguridad alimentaria en estas zonas. “Desarrollando planes de gestión sostenible que reconozcan la diversidad de formas en que las personas interactúan con estos bosques y depender de ellos será un gran desafío”, reconocen.

No hace mucho, en la misma revista Nature, salía publicado que el cambio climático ha hecho perder el 21% de la producción agraria global, sobre todo en las zonas más pobres como África, América Latina y zonas de Asia.

Y también hace bien poco me llegaban desde Chile datos sobre las olas de calor, repuntes de temperaturas y récords sobre récords que están registrando en la Antártida, mientras Groenlandia se enfrenta al reto de proteger su territorio de recursos que ocultaba el hielo y ahora son más fáciles de explotar.

Por ello, cuando en esta cumbre y después en la Biden escucho hablar de retos, oportunidades de empleos verdes, nuevas finanzas y más inversiones para esta “década decisiva” , no puedo evitar echar un vistazo a mi alrededor para ver qué es lo que cambia y compruebo que el mismo Gobierno canadiense que en ese evento habla de recortes de emisiones se vanagloria, a los pocos minutos, en Twitter, de su gran producción de petróleo y gas mientras una empresa de su país planea extraer más combustibles fósiles del Okavango; que el mismo Bolsonaro brasileño que habla de la hermosa Amazonía, promueve su desprotección; que el mismo gobierno colombiano que pide ayuda contra el cambio climático, permite que mueran asesinados decenas de líderes que tratan de conservar su tierra frente a narcos y mineras. Y que incluso en mi desarrollado país hay quien vota a quien niega la realidad del impacto de lo que estamos haciendo en la Tierra. Y 10 años no es nada . Pero es una década esencial. En eso si que los líderes de las cumbres tienen razón.

¿Deforestas? Cuatro árboles por persona al año en los países ricos


Una investigación de ‘Nature’ revela el impacto del comercio internacional global en la deforestación tropical

ROSA M. TRISTÁN

Incendio en la Amazonía.

La imagen de los miles de contenedores varados en el Canal de Suez, tras el accidente del gigantesco buque Ever Given (Evergreen, pone en su casco) da idea del volumen de un comercio global que implica millones de toneladas de recursos naturales (léase agua, tierra, biodiversidad, minerales o bosques) viajando de un lugar a otro del planeta. Ahora, una investigación publicada en Nature, pone algunas preocupantes cifras a lo que se refiere a los árboles: cada persona de los países más ricos del planeta consume al año una media de cuatro árboles o 58 m2 de bosque al año y, lo que es peor, muchos proceden de los trópicos. Algunos, comos los suecos, llegan a los 22 árboles. ¿Cómo es posible entonces que en sus informes nacionales florezcan los bosques?

Una investigación de los japoneses Nguyen Tien Hoang y Keiichiro Kanemoto, del Instituto de Investigación de la Humanidad y la Naturaleza de la Universidad de Kioto, contesta a esta pregunta con un análisis de la deforestación global desde el punto de vista del comercio internacional que abarca desde 2001 a 2015. Volviendo al Ever Given ¿Cuánta madera habrá sido talada para llenar un buque de esas dimensiones? ¿Y los más de 300 que esperaban detrás?

Nguyen explica, por email, que  “mientras tienen ganancias forestales netas a nivel nacional, muchas economías importantes, como China, India, los países del G7 (excepto Canadá, donde el área de cubierta forestal se reduce)  y otros países desarrollados han expandido principalmente sus huellas de deforestación no doméstica en todos los biomas forestales, entre los que destacan los bosques tropicales” . Es decir, que “las importaciones de productos básicos relacionados con la deforestación tropical tienden a aumentar, mientras que se informa que la tasa de deforestación global está disminuyendo”.

Gráfico sobre la huella pér cápita de la deforestación

Para esta investigación, Nguyen y Keiichiro han utilizado datos de teledetección y un modelo de entrada-salida de productos de múltiples regiones, mapeando los cambios espacio-temporales en las huellas de deforestación global durante esos 15 años con una resolución de 30 metros.  “Dado que es la deforestación es la principal amenaza para la biodiversidad, nuestros mapas pueden ayudar a los legisladores a seleccionar los puntos críticos de especies que puede priorizar un país específico para reducir el impacto ecológico de su huella de deforestación. Además, políticos y las empresas pueden tener una idea aproximada de dónde y qué cadenas de suministro están causando esa deforestación y revisarlas para buscar soluciones específicas”, argumenta Nguyen.

De hecho, los 3,9 árboles que indirectamente talan al año cada uno de los consumidores que habitan en el G-7 (Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y Reino Unido) proceden de puntos críticos de biodiversidad, como el sudeste asiático, Madagascar, Liberia, América Central y la Amazonía. Y son pérdidas asociadas a las actividades humanas, como la agricultura, silvicultura, urbanización o la producción de servicios básicos, sin considerar los incendios forestales, que no tienen que ver directamente con el comercio internacional, aunque si en gran parte con la actividad huamana. También dejaron fuera lo relativo a los consumos nacionales.

Las huellas de la deforestación, indican, son muy visibles en Brasil, Madagascar, Argentina, Indonesia y Costa de Marfil, que exportan productos que dañan los bosques (ganado, soja, café, cacao, aceite de palma y madera) al G-7 y China. Es llamativa la huella de algunos consumos muy concentrados, como el caso de Singapur (cuyo impacto se siente en Malasia, Sarawak, Madagascar o en el Petén  de Guatemala). La huella deforestadora de China, Japón y Alemania es también muy elevada en África y la Amazonia.

Incluso hacen un mapeo por productos concretos: el consumo de cacao en Alemania destruye los bosques de Costa de Marfil y Ghana, el algodón y sésamo que compran los japoneses, afecta a  la costa de Tanzania y el caucho y la madera que importa los chinos les llega de Indochina y el norte de Laos. En el caso de Estados Unidos, los puntos críticos son sus importaciones de madera de Camboya y Canadá, caucho de Liberia, frutas y nueces de Guatemala, carne y soja de Brasil y Chile. De la UE destacan que está entre los grandes importadores de soja y carne brasileña, que fomenta la destrucción de la Amazonía y la larga mano de China la detectan en las talas en Malasia, de donde importa palma de aceite, caucho y cacao.

Los investigadores encuentran que, pese a que aumenta la concienciación social sobre la deforestación, países como China e India han expandido su huella rápidamente: en 2014, la deforestación causada por sus importaciones fue más de seis veces superior a la de 2001.

Otros países del G20 también entraron en déficit en 2015.

Respecto a la pérdida promedio de árboles importados por persona en Japón, Alemania, Francia y el Reino Unido fueron similares, alrededor de la mitad de los cinco árboles por estadounidense. Y si el consumo sueco supone 22 árboles por persona (la biomasa representa el 23% del suministro de energía nacional), en Noruega y Canadá rondan los 16. Pero para los autores, lo importante no es tanto el número como el rol que tiene ese árbol en la biodiversidad: “El impacto ambiental de tres árboles de la selva amazónica puede ser más grave que el de 14 árboles de una plantación por un noruego”.

Detectan, además, cómo hay países (como EEUU y Rusia) que importan ‘bosques tropicales’ mientras exportan ‘bosques boreales”. ¿Cómo no va a haber ‘atascos’ de tráfico de impacto global? Porque comprueban que en los 15 años de su estudio es una tendencia que va a más: la deforestación ‘importada’ es ya del 74% en USA y del 77% en Rusia; y en el caso de Japón, Alemania, Francia, Reino Unido e Italia, en 2015 entre el 91% y el 99% y, de ella, entre el 46% y el 57% procedía de zonas tropicales.

Asimismo, ponen en evidencia como la deforestación y el PIB tiene mucho que ver: en esos 15 años todos los países desarrollados, salvo excepciones, aumentaron su PIB per cápita, es decir, su consumo y su dependencia de lo que importan. “El crecimiento económico no evita la deforestación, sino que la potencia, por más que a nivel nacional los países ricos eviten pérdidas de bosques”, aseguran.

Es decir, que si bien detectan un aumento de la concienciación contra la deforestación tropical –con iniciativas como la Reducción de Emisiones por Deforestación y Degradación forestal (REDD +), que pone en valor no deforestar, o el consumo de bosques sostenibles, cuyos productos son certificados como tales, no es suficiente. “Los fondos disponibles para asegurar estos acuerdos y las certificaciones son limitados y su efectividad para detener la deforestación sigue siendo incierta. Más del 80% de las áreas forestales certificadas en el marco del Programa para la Aprobación de la Certificación Forestal (PEFC), el sistema de certificación forestal líder en el mundo, se encuentran en Europa y América del Norte, no en los países de acogida de la deforestación tropical”, recuerda Nguyen.

Tampoco está siendo efectiva, a su modo de ver, la Declaración de Nueva York sobre los Bosques, aprobada en 2014, con la que pretendía reducir la deforestación en un 50% para el año 2020. Nada más lejos de lo logrado porque, recuerdan, las acciones son lentas, no cubren toda la oferta de productos y, además, hay poca transparencia y mucho blanqueo y fugas de madera.

¿Soluciones?

Los autores insisten en que proteger los bosques tropicales requiere soluciones integrales y a largo plazo, porque no vale mejorar mucho en el norte si con ello empeoramos la zona más rica del planeta.

Queremos que la gente piense en la deforestación antes de consumir productos que hacen peligrar esos bosques. Combatir la deforestación es una responsabilidad compartida entre los sectores público y privado y entre productores y consumidores. Y los países desarrollados tienen bases financieras y legales sólidas para reducir su huella de deforestación. Por el contrario, la protección de los bosques en los trópicos, principalmente en países pobres, requiere soluciones integrales a largo plazo, junto con una financiación significativa”, señala el investigador japonés. “Noruega ha comenzado recientemente a pagar parte de un acuerdo de 1.000 millones de dólares a Indonesia para reducir las emisiones forestales. También escuchamos que el gobierno alemán había impulsado recientemente ‘regulaciones vinculantes’ para toda la UE sobre el cacao producido de manera sostenible. Son buenos pasos adelante en la reducción de la deforestación tropical incorporada en el comercio y el consumo internacionales”.

No puedo dejar de mencionar otra investigación reciente, publicada en Frontiers in Veterinary Science, que apunta a la deforestación tropical como una de las principales causas de pérdida de biodiversidad con un impacto negativo en la salud humana. En este caso, lo hacen estudiando la cobertura forestal y el aumento de plantaciones de palma aceitera en varios países y encuentran una relación entre brotes de enfermedades zoonóticas, transmitidas por vectores, entre 1990 y 2016, en la deforestación de los trópicos, pero también en la reforestación de zonas templadas, que suele hacerse sin atender a la biodiversidad de especies.

Los autores, en este caso investigadores de Tailandia y Francia, insisten en «la necesidad de construir urgentemente un marco de gobernanza internacional para garantizar la preservación de los bosques y los servicios ecosistémicos que brindan, incluida la regulación de enfermedades», algo que ahora más que nunca se está poniendo en evidencia con la pandemia de coronavirus.

En definitiva, bosques, comercio y salud son un trío hoy indisoluble en un desequilibrio que nos hará caer. Multiplicar 4 árboles per cápita al año por cada uno de nosotros da una cifra de vértigo para una cubierta forestal que ya ocupa apenas el 30% de la tierra de la Tierra.

Los ‘olvidados’ hijos de la Amazonía en tiempos de pandemia


Representantes de la COICA, durante la COP25 en Madrid. @ROSA M. TRISTÁN

Representantes de los indígenas amazónicos se sienten abandonados durante una segunda ola del COVID-19 que está causando estragos en las comunidades

ROSA M. TRISTÁN

“Estamos al borde del colapso. No se está contando con los pueblos amazónicos en planes de vacunación, ni se nos está protegiendo de una pandemia que está causando estragos, ahora con la nueva variante del coronavirus en Manaos. Vivimos en la selva tropical más grande del planeta, que los pueblos indígenas protegemos, y queremos sobrevivir y gritar al mundo que basta ya de discriminación y olvido”. Así de claro era ayer tarde  José Gregorio Díaz Mirabal, ​representante del pueblo Wakuenai Kurripaco-Venezuela, y coordinador general de la COICA (Coordinadora de las Organizaciones Indígenas de la Cuenca Amazónica), durante un encuentro virtual con la prensa internacional.

La expansión de la variante brasileña de la COVID-19, a lo largo de la cuenca del gran río Amazonas, aseguraban los representantes indígenas les está poniendo en una situación extrema y denuncian que los nueve gobiernos de la región, a quienes han pedido que impongan barreras sanitarias y los cercos epidemiológicos, no responden, como tampoco lo han hecho a las demandas de unidades médicas de atención especializada para los territorios indígenas amazónicos o a la necesidad de que reciban vacunas que garanticen su inmunidad. “Más de 1.775.000 casos y más de 42.000 muertes en los países amazónicos hablan de la magnitud de la ineptitud y del desinterés de nuestros gobernantes”, asegura Díaz Mirabal en una conexión desde su comunidad.

La indígena del pueblo baré, Francinara Soares, durante la rueda de prensa.@ROSA M. TRISTÁN

También intervino Francinara Soares, del pueblo Baré y coordinadora de las Organizaciones Indígenas de la Amazonía Brasileña (COIAB), que hizo hincapié en la falta de medios médicos, y fundamentalmente oxígeno, para los afectados por el coronoavirus, repitiéndose así la situación vivida durante la primera ola de la primavera pasada. “El colapso comenzó en Manaos, luego siguió en Rondonia, Pará… y si la tasa de mortalidad en Brasil es de 89 por 100.000 habitantes, entre los amazónicos es un 200% más. Además, tenemos más de 33.000 casos de COVID-19 en 140 pueblos indígenas y 749 vidas perdidas”, denunciaba Soares, que hace un mes sufrió el fallecimiento de su padre precisamente por esta enfermedad.

Pese a su vulnerabilidad -la historia demuestra cómo en el pasado se diezmaron poblaciones amazónicas por la llegada de enfermedades-, se sienten “discriminados y olvidados” por sus gobiernos y por el resto del mundo. “Las nuevas variantes del coronavirus nos están llegando sin que se tome medida alguna por evitarlo, pero sin embargo apenas llega el 0,000001% de las vacunas, es decir, nada. Y esas pocas llegan en Brasil pero no en los otros ocho países de la cuenca. Nos sentimos abandonados y por ello pedimos a la iniciativa COVAX de la OMS que incorporen a las comunidades indígenas en la estrategia de vacunación”, reclamaba Mirabal.

Ya en el 2020, con apoyo de organizaciones como Avaaz.org, la COICA amazónica lanzó un Fondo de Emergencia de la Amazonía para recaudar fondos con los que hacer frente a la pandemia en los territorios indígenas. Entonces lograron recaudar 2,7 millones de dólares de los cinco millones que pidieron, unos recursos que utilizaron para proveer de oxígeno, equipamiento de prevención y material sanitario, así como ayudas alimentarias, a las comunidades que habían quedado  desprotegidas por las autoridades mientras la COVID-19 navegaba por la cuenca amazónica. Gran parte de ese apoyo económico les llegó desde Francia, pero echaron en falta el compromiso con los pueblos indígenas de otros muchos gobiernos e instituciones internacionales que hicieron oídos sordos a su llamada de auxilio.

Ahora, en plena segunda oleada para la Amazonía, anuncian que ese Fondo de Emergencia necesita otros tres millones de dólares. Tomas Candia Yusupi, del pueblo Chiquitano  y presidente de la Confederación de Pueblos Indígenas del Oriente Boliviano (CIDOB), lanzaba un mensaje desesperado: “Nos está atacando esta enfermedad y de seguir así vamos a desaparecer. Esta pandemia es un etnocidio. Necesitamos ayuda para proteger a los hijos de la selva”.

 

200 científicos revelan que la Amazonía y otros bosques tropicales se secan


ROSA M. TRISTÁN

Hay unos umbrales para los seres vivos más allá de los cuales la vida es imposible. Y no hay retorno posible. Ese es el punto al que están llegando los bosques tropicales debido a unas temperaturas máximas diarias que ya están situándose por encima de los 32,2ºC, según un reciente estudio publicado en la revista ‘Science’ , en el que han participado 178 instituciones de todo el mundo. A esas temperaturas, aseguran casi 200 investigadores de cuatro continentes, los árboles pierden el carbono que almacenan más rápidamente, no ya porque a más calor más riesgo de incendios, que también, sino por la propia fisiología de una vegetación que evolucionó en zonas donde las olas de calor eran esporádicas y las lluvias más continuas.

Los científicos que publicaban estas conclusiones señalan la urgencia de tomar medidas inmediatas para conservar estos bosques tropicales y estabilizar el clima global. Y lo explicaban así: el dióxido de carbono, como sabemos gas de efecto invernadero, es absorbido por los árboles a medida que crecen y se va almacenando como madera. Pero cuando se calientan demasiado y se secan (como cualquier planta) van cerrando los poros de sus hojas para ahorrar agua, algo que han comprobado que les impide absorber más carbono. Al morir, vuelven a liberar ese carbono almacenado a la atmósfera. Un dato a no olvidar es que los bosques tropicales contienen aproximadamente el 40% de todo el carbono almacenado por las plantas terrestres.

Vista aérea del bosque tropical en la Isla Barro, Panama. @Smithsonian Tropical Research Institute

Para este estudio, los investigadores midieron la capacidad que tienen a gran escala porque  «crecen en una amplia gama de condiciones climáticas», según explica Stuart Davies, director de los Observatorios de la Tierra Global del Bosque del Smithsonian (ForestGEO), una red mundial en la que participan 70 espacios de 27 países para realizar estudios forestales. En esta investigación participan, además,científicos de Brasil, Ghana, Liberia, Congo, Colombia, Venezuela… «Queríamos evaluar su resistencia y sus respuestas a los cambios en las temperaturas y explorar las implicaciones de las condiciones térmicas, lo que es algo muy novedoso», señala Davies, del Instituto Smithsonian. 

En la actualidad, el almacenamiento de carbono en los árboles en casi 600 lugares en todo el mundo se conoce gracias a diferentes iniciativas de monitoreo, como RAINFOR, AfriTRON, T-FORCES y la mencionada ForestGEO. En este caso, con el equipo de investigación dirigido por Martin Sullivan de la Universidad de Leeds y la de Manchester, primer firmante del trabajo, se monitorearon más de medio millón de árboles de 10.000 especies en un total de 813 áreas de bosques tropicales. En total, hicieron más de dos millones de mediciones del diámetro de estos árboles en 24 países distintos. 

En su análisis posterior, detectaron grandes diferencias en la cantidad de carbono almacenado por los bosques tropicales en América del Sur, África, Asia y Australia. Los de Sudamérica, fundamentalmente la Amazonía, según sus conclusiones almacenan menos carbono que los bosques del Viejo Mundo, tal vez debido a las diferencias evolutivas en las especies de árboles. También encontraron que los dos factores que predicen cuánto carbono pierden los bosques son la temperatura máxima diaria a la que están sometidos y la cantidad de lluvia que reciben en las épocas más secas del año. La buena noticia es que estos bosques siguen almacenando altos niveles de carbono aún cuando hace calor y que se pueden adaptar a las altas temperaturas, pero la mala es que tienen un umbral crítico de tolerancia, que es un máximo de 32ºC durante el día. El aumento de la temperatura en las noches lo llevan mejor…

Como explican en ‘Science’, a medida que las temperaturas alcanzan los 32,2ºC, liberan el carbono que almacenan mucho más rápido. Y predicen, además, que los bosques de América del Sur serán los más afectados por si no frenamos el calentamiento global porque, de hecho, las temperaturas allí ya son más altas que en otros continentes y las proyecciones de futuro también son más altas para esta región. Steve Paton, director del programa de monitoreo físico de STRI, señala que en 2019 ya hubo 32 días con temperaturas máximas de más de 32º en una estación meteorológica en Panamá y un primer vistazo a sus datos indica que los días excepcionalmente calurosos se están volviendo más comunes.

¿Y qué puede pasar? Pues, por un lado, el aumento de carbono en la atmósfera puede exacerbar el calentamiento pero, por otro, los bosques podrían adaptarse a temperaturas más altas, es decir, podría pasar que las especies de árboles que no pueden soportar el calor mueran y sean reemplazadas gradualmente por otras más tolerantes. Lo que pasa es que eso puede llevar varias generaciones humanas y no tenemos tiempo para tanto. Además, habría que mantener los bosques intactos, cuando estamos en la senda de la deforestación y los incendios.

El autor principal de este gran estudio global, Martin Sullivan, insiste sobre el hecho de que los bosques tropicales «son sorprendentemente resistentes a pequeñas diferencias de temperatura» y que podrían continuar almacenando una gran cantidad de carbono en un mundo más cálido, pero también en que eso pasa porque tengan tiempo para adaptarse y, sobre todo, no alcanzar esa frontera de los 32ºC, algo a lo que parece que se acercan cada día un poco más: “Si llegamos a temperaturas promedio globales de 2°C por encima de los niveles preindustriales, casi tres cuartas partes de los bosques tropicales estarían por encima de ese umbral y cualquier aumento adicional conduciría a pérdidas rápidas del carbono forestal que acumulan», augura. La cuenta para la vida en la Tierra sería muy negativa: el carbono que liberarían los bosques a la atmósfera por la muerte y descomposición de los árboles sería mucho mayor que el que captan por su crecimiento.

Para Jefferson Hall, también coautor del trabajo y director del Proyecto Agua Salud del Smithsonian en Panamá, la solución pasa por conservar y por encontrar nuevas formas de restaurar la tierra ya degradada, como es plantar especies de árboles que ayuden a que los bosques tropicales sean más resistentes a las realidades del siglo XXI. Es lo que se hace desde este proyecto que busca especies nativas que pueden utilizarse para administrar el agua, almacenar carbono y promover la conservación de la biodiversidad en ese punto crítico que es Panamá, donde se conectan América del Norte y del Sur. Curiosamente, por culpa del COVID-19, se ha suspendido por primera vez en 40 años el monitoreo de su estación de investigación en la isla panameña de Barro Colorado.

Desde Brasil, Beatriz Marimon, de la Universidad Estatal de Mato Grosso, destaca que «cada aumento de un solo grado por encima de este umbral de 32ºC  libera cuatro veces más dióxido de carbono que el que se hubiera liberado por debajo del umbral» y lanza un mensaje sobre la imperiosa necesidad de «proteger y conectar los bosques que quedan». Lo hace desde un país amazónico donde últimamente la deforestación ha aumentado su ritmo de destrucción un 54% en sólo 10 meses y donde el fuego ya campa a sus anchas. 

Amazonía: NO TODO VALE


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Fernando Trujillo, en el Amazonas, con un delfín rosado.

ROSA M. TRISTÁN

No todo vale para salvar la Amazonía. Y, a la vez, la estamos perdiendo… poco a poco, ante la indiferencia general. Perdemos sus árboles, la biodiversidad de sus ríos, perdemos las gentes que la habitan y no quieren saber nada de nosotros, porque no les interesa nuestra forma de vida. Y ahí estamos, quietos. Sin mirar para no ver.

Yo el otro día me asomé a una ventana. Y descubrí el documental ‘Río Abajo’, de Mark Grieco, un cineasta independiente norteamericano que ya se hizo famoso con su película sobre el impacto de una minera canadiense en Colombia, ‘Marmato’. Ahora, de la mano del biólogo colombiano Fernando Trujillo, se adentraba en el dilema de si todo vale para salvar a una especie de la depredación humana. En concreto, el delfín rosado que habita los ríos amazónicos, el boto como le llaman en Brasil, y que hoy es carnaza para un pez carroñero, la dañina piracatinga, mota o blanquillo, según estemos en Brasil, Colombia o Bolivia. Unos 1.500 ejemplares de delfin rosado son muertos cada año porque para las comunidades que habitan a orillas del Amazonas, este hermoso mamífero es su herramienta para ‘pescar’ el pez omnívoro que les sacó de la miseria.

La UICN calculaba en diciembre pasado que los delfines rosados podrían desaparecer en tan solo 50 años porque cada década su población disminuye entre un 30% y un 50%, otra especie más en crisis por un sistema, hoy descontrolado, que nos lleva a la deriva.

Trujillo, que durante 30 años ha investigado la especie, ahora a través de su Fundación Omacha, quería acabar con las matanzas, pero…. ¿todo vale? En la Asociación de Amigos del Manatí (AMPA) en Brasil, por cierto patrocinada por la petrolera Petrobras, según se desprende del documental, no se hicieron la misma pregunta. Y contactaron con Richard Rassmusen, un famoso presentador a lo Frank de la Jungla (sin palabras), de programas sobre naturaleza (y con ocho demandas judiciales por delitos ambientales) que se comprometió a conseguir las imágenes de un asesinato de delfín rosado para que fuera prohibida la pesca de piracatinga en su país. «Basta de bla, bla , bla… Hay  que actuar», afirma en la película.

Arauca 2010

Y Richard se fue a unas comunidades amazónicas y pagó a unos pescadores y les animó a matar a un ejemplar, una hembra embarazada de delfín rosafo, para poder grabarlo con su cámara. «¿Pero no lo publicarán, verdad?», le pidieron los comunitarios. Pero si. Lo publicaron. AMPA envió el vídeo al programa de televisión estrella del país y se aprobó una moratoria y las comunidades se quedaron sin una alternativa para seguir viviendo, acusados además por el resto de aldeas vecinas de ser los culpables de aquello,  amenazados por los intermediarios por haberse prestado a algo así. «Al pagar para grabarlo, en mi opinión traspasó la línea ética, aunque no lo hizo por su imagen porque hasta dos años después no se supo que él estaba detrás de aquel vídeo», recordaba hace unos días Trujillo durante el estreno de «Río abajo» en el Museo Nacional de Ciencias Naturales.

Trujillo reconoce que el objetivo ambiental se consiguió, aunque aún se matan botos, pero recuerda también que en la Amazonía viven hoy 34 millones de seres humanos, de los que 3,5 millones son indígenas. Y no olvida que otras amenazas que disminuyen la pesca de otras especies, como son las grandes hidroeléctricas, la minería, los cultivos de soja. «El pescador amazónico jamás habría tenido interés en la mota, pero era lo que le pedía el mercado. Y aún lo siguió pidiendo en Colombia hasta hace dos años y aún se consume en Bolivia».

El biólogo descubrió, además, que esa especie carroñera, de la que se consumían en su país 1.300 toneladas al día, acumulaba índices de mercurio que estaban minando la salud humana en silencio. Aquella investigación también a él le supuso amenazas de muerte en la Amazonía, en países (Brasil y Colombia) donde casi cada día matan a un defensor o defensora de derechos. Muchos ambientales. Tuvieron que pasar dos años para que, en 2017, el Gobierno de José Manuel Santos aprobara una veda permanente para la mota que protegiera a su población y de paso a los delfines rosados.

Pero Fernando Trujillo sabe que son necesarias la alternativas, porque sin ellas no hay futuro para el Amazonas. Opciones que no están en esa pesca carroñera, pero tampoco en las minas, que vierten más de un kilo de mercurio por kilo de oro conseguido, ni en las hidroeléctricas, de las que hay 178 grandes en marcha y otras 270 en proyectos en la región. «¡Sólo dejarán tres ríos libres en el Amazonas! Sin migraciones tampoco habrá peces. Morirán en las turbinas mientras los amazónicos no verán esa electricidad», denunciaba en Madrid.

No, él defiende proyectos locales de acuicultura con especies nativas, cultivos orgánicos, incluso un turismo sostenible en el que la belleza sea el imán, pero cuidando que no genere destrucción. ¿Utopía estando en manos de dirigentes como Jair Bolsonaro o Iván Duque? Realmente, no son tiempos para el optimismo.

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Miembros de la FUNAI con los indígenas korobo no contactados, el pasado mes de marzo. FUNAI

Río más abajo, las cosas tampoco son mejor. En Brasil, los indígenas hoy sedentarizados en comunidades agrícolas, entran en tensión con los indígenas no contactados, cada vez más acosados por presencias que no quieren. Estos días, la Fundación Nacional del Indio ( Funai ) ha explicado que tuvo que salir de expedición para localizar a un grupo de aislados korubo que podían tener un conflicto con otros de étnia matis en el entorno del río Coari, afluente del Amazonas. Ya en 2014-2015 hubo guerra entre ambos y varios korubo, que no llevan armas de fuego, murieron en los enfrentamientos. Otros se quedaron con los matis a vivir, pero cuatro años después querían un reencuentro con los suyos. ¿Cómo hacerlo sin que resultaran de nuevo afectados?

Finalmente, la expedición de FUNAI salió desde el Río Ituí compuesta por 30 personas. El pasado 19 de marzo, encontraron en total a 34 korubo de tres familias, con dos embarazadas y tres bebés. Lo primero fue vacunarles, como marca el Programa Nacional de Inmunización para Indígenas, y luego propiciaron el encuentro. 

Pero si la FUNAI aún guarda como lema el no contacto que propició Sydney Possuelo, que por cierto me cuenta que sigue activo y al que espero reencontrar algún día, otros no tienen tantos reparos . Después de que Bolsonaro tomara el poder, decenas de hombres armados han asaltado aldeas en reservas indígenas, como la de de la tribu Uru-yo-wau-wau, animados por los discursos de su presidente, que recordemos está en el poder gracias al apoyo de las fortunas del agronegocio.

No, no todo vale. Con la Amazonía perdemos todos.