ROSA M. TRISTÁN
La primera vez que escuché hablar de Responsabilidad Social Corporativa fue hace
más de 25 años. Estábamos entonces en plena vorágine de crecimiento económico
y hablar de límites planetarios, de cambio climático, incluso de derechos humanos
ligados al medio ambiente, era casi una excentricidad. Un cuarto de siglo después,
el comercio global que ya despuntaba, se ha convertido en un sistema global, según
el cual todo viaja de un lado a otro del globo terráqueo sin más límites que el que
se pone a los pobres. Movemos la tierra y el agua, en forma de frutos o carne,
peces, combustibles, minerales, arena… Cambiamos el curso de los ríos y acabamos
con cualquier ser vivo que se oponga a nuestros deseos.
Todo ello se hace, mayoritariamente, gracias a la acción de empresas que en forma
de grandes compañías acuden a los foros globales cargadas de discursos, mientras
siguen aumentando sus cuentas de beneficios, ya nos caiga encima una pandemia o
una guerra. Aquella RSC que hace décadas nos presentaban hoy se ha convertido,
en la mayoría de los casos, en un ‘lavado de cara’ que tiene más que ver con el
marketing que con un compromiso real con los derechos humanos y ambientales.
Estos días de atrás, el grupo de expertos independientes InfluenceMap revelaba
que sólo 11 de las 30 entidades financieras más importantes han tomado medidas
que favorezcan reducir emisiones de efecto invernadero para 2030, pese a que se
comprometieron a ello en la Cumbre del Clima de Glasgow, el pasado año.
Pero no todo es cambio climático, que también, sino que esta forma de dar la vuelta
a las condiciones de la atmósfera en la que evolucionó la vida y aumentó en
número la especie humana, es como la puntilla de un baño ácido que recubre
infinidad de proyectos ‘de desarrollo’ hoy en marcha, algunos seguramente
financiados por esos mismos bancos, que llegan a los territorios más desprotegidos
del mundo y se hacen fuertes a base de corruptelas y leyes que en Europa serían
impensables. En España tenemos un buen ‘puñado’ de casos, investigados
exhaustivamente por ONG como Alianza por la Solidaridad-ActionAid, Greenpeace
y otras, que nos dicen que la cacareada RSC no siempre es como nos la pintan.
Casos en los que comunidades indígenas y campesinas se ven impotentes para
reclamar daños y perjuicios por un derrame, una hidroeléctrica que les deja sin río,
un monocultivo que arrambla con su agua potable, una pesquería que acapara su
alimento…. Eso si, todo con el beneplácito del gobierno de turno, sea éste de
Guatemala, México, Honduras o, hasta ahora, Colombia. Y son ejemplos de
América Latina, donde nuestro país es el segundo inversor del mundo, después de
Estados Unidos, pero los hay de otros continentes.
Ante esta situación de despojo, que además genera cientos de víctimas mortales
entre las personas defensoras de sus derechos -227 en 2020- , y miles de
detenciones y decenas de miles de amenazas y acosos que no saldrán nunca en
ninguna noticia, toma especial relevancia la iniciativa lanzada hace unos días por la Plataforma por las Empresas Responsables, que representa a más de 530
organizaciones de la sociedad civil española. Se trata de la campaña «Apoya una Ley
Made in Spain» y busca que con nuestras firmas, las de cientos de miles de
personas, se exija al Gobierno una ley que ponga fin a esos abusos empresariales
que hoy quedan impunes dentro de nuestras fronteras, pero mucho más fuera.
Si es verdad que tampoco es que en España sean todas responsables socialmente.
No hay más que ver lo que pasa con las compañías eléctricas, la falta de consenso
para instalar polígonos de renovables, las expropiaciones mal hechas, su maltrato a
los clientes y a quienes les proveen de sus recursos… pero los impactos se tornan
cuestión de vida o muerte cuando se trata de estados en los que los y las pobres no
figuran en ningún epígrafe de gobiernos de cuestionable ética.
Por ello, es urgente que España apruebe una ley que garantice justicia para las
personas y el medioambiente frente a estas empresas transnacionales, una
normativa que especifique requisitos claros, sólidos y exigibles para que todas
respeten obligatoriamente derechos humanos y ambientales tanto en sus negocios
concretos como en toda su cadena de valor, a la vez que se garantice acceso a la
justicia para las víctimas de sus desmanes. Y con sanciones si no se cumple, ya sea
en forma de multas económicas o excluyéndoles de los jugosos concursos públicos.
La UE ya ha dado un primer paso con una propuesta de directiva sobre debida
diligencia de las empresas en materia de sostenibilidad. Pero como señala Amaya
Acero, del Observatorio de RSC y coordinadora de la Plataforma por las Empresas
Responsables, “pese a ser un paso fundamental hacia la rendición de cuentas, la
conducta empresarial responsable y el acceso a la justicia, contiene ciertas fallas
que podrían hacer que la futura ley no sea realmente efectiva”. El poder de los
‘lobbies’ en Bruselas tiene la mano muy larga.
Peo no es algo nuevo. Cuando hace unos días se presentó la campaña, se dieron a
conocer los pormenores de legislaciones similares que ya existen en Francia,
desde 2017 y que en Alemania y Noruega se aprobaron en 2021. En Francia, hoy
las personas afectadas por los abusos de empresas francesas en terceros países
(como el caso del polígono eólico de EDF en México que afecta a los zapotecas o de
los supermercados Casino, que compran carne procedente de la Amazonía) pueden
ya reclamar justicia ante los tribunales franceses, y lo hacen, aunque algunos
jueces aún desconocen que ya no se trata de un asunto comercial, sino de justicia
penal. El testimonio del mexicano Eduardo Villarrea, de la ONG ProDESC , nos dejó
claro que sin esa ley, los campesinos no hubieran podido reclamar contra EDF,
como si hicieron . Al final, el Gobierno quitó la licencia y se salvaron miles de
hectáreas de territorio en Oaxaca.
En el caso de Alemania Franziska Humbert, de Oxfam, explicaba como en este país
ley, aún pendiente de entrar en vigor, ha contado con un amplio apoyo ciudadano,
pero también empresarial, sobre todo de las compañías que ya hacen bien las
cosas de forma voluntaria y se encuentran en desventaja competitiva porque sus
costes son más altos que si arramblaran sin miramientos con todo. “Hay más de
mil grandes empresas que apoyan esta normativa y, además, conseguimos 220.000
firmas ciudadanas. Un gran éxito”, señalaba Humbert.
¿Y en España cómo va el asunto? De momento, sigue en capilla. Enrique Santiago,
secretario de Estado de la Agenda 2030 anunció una iniciativa al respecto, que se
ha incluido en la planificación anual de leyes a aprobar, y en abril hubo una
consulta pública de un anteproyecto de Ley. “Pero ahora necesitamos que se haga
realidad y llegue al Congreso para ser votada en esta legislatura. Los derechos
humanos y las víctimas no pueden esperar más” , insiste Almudena Moreno, de
Alianza por la Solidaridad-ActionAid. “Los límites de la voluntariedad se han
quedado obsoletos y mientras no tengamos esta ley, muchas comunidades verán
hipotecado su futuro. Y deberá ser una ley que no sólo permita acceder a una
reparación a las víctimas, sino que prevenga los impactos porque obligue a tener
planes de debida diligencia transparentes e independientes. Ya somos 530
organizaciones sociales pidiéndolo, pero necesitamos que la ciudadanía nos apoye
para lograrlo”, añade. De momento, mientras que nuestra ley nacional y la directiva europea no existen
seamos conscientes de que la respuesta a los desmanes de nuestras empresas
estará únicamente en sus propias manos o el quehacer de Estados que ponen el
desarrollismo por encima de lo demás. Hoy, incluso una vez contrastado que han
actuado contra la legislación internacional en derechos humanos o contra el medio
ambiente, desde España no tienen más reprimenda que las “recomendaciones” que
se les hacen desde un organismo llamado Punto Nacional de Contacto, que como
tales pueden no cumplir. Eso es lo que ocurre. Pero se merecen nuestro “¡Basta
ya!”.
(Artículo publicado en PÚBLICO.ES en junio de 2022, desaparecido tras pirateo web del medio)